Quizá el país al fin entenderá por qué Rafael Correa hablaba, refiriéndose a los medios de comunicación, de «prensa corrupta». Y por qué bautizó a los periodistas que no pudo controlar como sicarios de tinta. Los términos son reveladores porque él es un digno exponente de la sicología proyectiva.
Correa endilgó a los medios una de sus herramientas para eternizarse en el poder: la corrupción. Y lo hizo, precisamente, porque sabía (y temía) que la prensa fuera la única rueda suelta en el engranaje que montó. Lo demás lo tenía bajo control: una constitución sobre medidas, fiscales, jueces, CNE, TCE y superintendencias a su servicio. El contralor nada veía, el fiscal no daba paso a las denuncias y los jueces no fallaban en contra suya, de sus funcionarios o de sus instituciones. Lo prohibió. Todo funcionaba como reloj suizo. Pero había algunos medios y algunos periodistas que, desde antes de posesionarse, sabía que no podría controlar.
Se inventó entonces una guerra sin escrúpulo contra ellos. Al comienzo la libró basándose en un relato fatuo que paró en dos patas. Una, supuestamente intelectual, fundamentada en las teorías antiglobalización de Ignacio Ramonet. Español, radicado en Francia, Ramonet funge de intelectual parqueado en la guerra fría y las tesis anticolonialistas en boga en Europa (con respecto a sus colonias en África) en la mitad del siglo pasado. Desde hace décadas, Ramonet es un periodista completamente desactualizado y mamerto; a tal punto que en enero de este año alabó, en un largo artículo, la “fina inteligencia estratégica” del dictador Nicolás Maduro.
La otra pata: una vulgar transposición. Correa comparó los emporios mundiales, como el del australiano Rupert Murdoch, con las empresas mediáticas de Ecuador. El chiste se contaba solo, pero en el país, en esos años, muchos creyeron en la catequesis oficial.
Correa buscó, y logró desprestigiar a las empresas periodísticas presentadas como enemigos del país. En realidad sus críticos. Los trabajos de investigación periodística sobre el Gran Hermano, los negocios de los Alvarado, el ministro comecheques Raúl Carrión, el escándalo de las ambulancias de la ministra Caroline Chang… mostraron que la prensa sería una enorme piedra en sus zapatos.
Muchos pensaron, entonces, que Correa, por falta de contrincante, había subido los medios al ring. Había más que eso: su régimen no podía tolerar ruedas sueltas. Primero competían con su relato y lo de-construían; luego podían meter las narices en los negocios de su Estado, en los contratos firmados por sus funcionarios y pulverizar la propaganda hábilmente montada para hacerlos aparecer como gente impoluta animada por los más altos intereses nacionales. Para eso se inventó el eslogan que, por donde se le mire, es una falacia: mentes lúcidas, corazones ardientes y manos limpias.
Se entiende la desesperación mostrada por Rafael Correa para montar un imperio (el único por cierto en el país) de medios de comunicación. Su objetivo no era competir con los otros medios: era usarlo para deslegitimar publicaciones comprometedoras. Y convertirlas en mentiras. Así se curaba en sano para matar en el huevo las posibles denuncias. Su esquema lo remató con la Ley de Comunicación que, a su vez, paró en dos ejes esenciales. Uno, arrinconar a los medios a punta de persecución y demandas. Y, dos, mediante el linchamiento mediático, inventado para evitar que ocurra lo que estamos viendo en este momento gracias a la investigación de Fernando Villavicencio y Christian Zurita.
Que un medio haga una denuncia y los otros, basados en ese contenido, investiguen y profundicen en el caso. Lo que quiso Correa es que, si a pesar de todo, un medio osaba publicar un escándalo, su impacto fuera limitado. El aparato de propaganda se encargaba del resto: pulverizarlo. Así se propuso impedir que las fechorías de su gobierno se convirtieran en bola de nieve capaz de desmentir, ante la opinión, su cortina de humo.